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Arte que no es arte: la pérdida del aura en la posmodernidad

En la posmodernidad, la obra de arte es despojada de su significado en favor de la comodidad del usuario, de verla sin mirarla y sin comprenderla, como una simple exhibición pasajera que antecede a la siguiente. El arte, arrojado a las fauces del capitalismo, es cada vez menos arte y más un objeto que producir, consumir y olvidar.

Imagen ilustrativa

Walter Benjamin, en la primera mitad del siglo XX, definió el aura como aquello que diferencia a la obra de arte del resto de objetos. El aura es aquello que hace al arte ser arte y no otra cosa.

Ya en su momento advirtió que ese carácter especial se estaba perdiendo. La reproducción de la obra de arte en un contexto que antepone la exhibición sobre la contemplación hace que el objeto artístico se camufle con el medio y deje de ser “especial”.

Claro que estas consideraciones tienen un siglo de antigüedad y es más fácil identificarlas con el modo en el que se dio fama a La Gioconda de Leonardo da Vinci. Cuando en agosto 1911 Vincenzo Peruggia robó la tabla, inmediatamente el rostro de Lisa Gherardini invadió los periódicos y el propio Marcel Duchamp participó de aquella reproducción de su rostro.

 

Sin embargo, habría que esperar a las segundas vanguardias y la posmodernidad para empezar a ver la materialización definitiva de la teoría de Walter Benjamin.

Dicha materialización se vería representada, por un lado, por la absorción que hizo el capital del arte cinético, siguiendo el modelo de artistas como Víctor Vasarely y sus juegos ópticos, reproduciéndolo hasta su muerte por saciedad. Y, por otro lado, el arte pop, representado por Andy Warhol. No así, introducir objetos no artísticos en el mundo artístico suscita más el debate en torno al límite del arte, uno que no concierne ahora, aunque se relacione de forma estrecha. El arte pop puede considerarse la puerta definitiva, el último estadio en el proceso de apertura del arte hacia la sociedad de consumo.

 

Claro que los años setenta quedan muy lejos y, aunque la posmodernidad siga vigente, hay cambios que enfatizan la idea de que “el arte es menos arte”.

Siguiendo a Gatica Cote, el elemento innovador en cuanto a reproducción de la obra ya no sería el cine, sino las redes sociales. Un escenario nuevo donde se enfatiza la hiperindividualización del ser, que actúa como juez ante unas obras de arte cuyo tiempo de exposición tiene fecha de caducidad y donde cada “rescate” de dicha obra se hace a gusto y merced del usuario. Hay un desplazamiento de los simbolismos y significados inherentes a las obras, acentuando la tensión entre el objeto artístico y el no artístico, al tiempo que ese objeto tradicionalmente ajeno al arte es elevado. En la posmodernidad, todo objeto es susceptible de ser elevado a la categoría de arte. Se abre la veda a las múltiples interpretaciones del arte. El cibernauta ve su juicio respaldado por y para sí, lo que en conjunto supone un mosaico de interpretaciones que, aunque semejantes, nunca llegan a cohesionar. No debe extrañar; con el posmodernismo, la sociedad pasa a ser una de masas a una de individuos incapaces de cohesionar, pues todos buscan su reconocimiento como diferentes.

 

Retomando la cuestión artística, y como he dicho antes, el cibernauta tiene la posibilidad de recuperar la obra de arte cuyo tiempo de exposición ha expirado. Una obra que puede nacer en el propio seno tecnológico o una obra “tradicional” que se ha digitalizado. Esta labor arqueológica es parcial, lo que el cibernauta recupera no es la obra de arte completa, sino que sólo recupera la forma movido por una cuestión estética. El individuo regresa a la obra porque le complace.

La obra puede ser bella o sus formas pueden ser compresibles con facilidad, lo que explica la constante labor arqueológica que en redes sociales los usuarios hacen de obras del renacimiento y el barroco: un arte lo suficiente lejano en el tiempo como para no sentir la necesidad o el deber de explicarlo, porque es un arte bello para la mayoría y cuyas formas son entendibles y, por ello, populares.

 

El arte posterior, sobre todo el del siglo XIX y las primeras vanguardias, no se libra de esa labor. Huelga mencionar la romantización exacerbada de la figura de Van Gogh con el fin de vender camisetas con impresiones de sus obras.

En el caso del “rescate” de las primeras vanguardias, éste se hace de forma acusada a través de su conversión en objetos de decoración. No es un arte atractivo, y en muchos casos, tampoco es comprensible a simple vista, pero es llamativo y suscita un no-sé-qué que invita a mirarlo. Por ello no es extraño encontrar “cuadros” de Matisse en tiendas de decoración o pantalones cuyos bolsillos llevan impreso el Guernica de Picasso. La recuperación de estas obras suscita un placer distinto al estético: la reafirmación del individuo como diferente, porque la obra que pone en su casa no es barroca, sino cubista o fauvista. Por ello uno puede sentarse sobre el dolor del pueblo sin remordimientos, porque el hecho de diferenciarse de quien lleva una camiseta de El Nacimiento de Venus, aunque la labor realizada sea la misma, es más que reconfortante. La obra de arte es despojada de su significado en favor de la comodidad del usuario, de verla sin mirarla y sin comprenderla, como una simple exhibición pasajera que antecede a la siguiente.

El arte, arrojado a las fauces del capitalismo, es cada vez menos arte y más un objeto que producir, consumir y olvidar.

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