Definir el arte siempre ha sido difícil, y en la sociedad contemporánea no iba a ser menos. En la actualidad, con una cultura altamente mediatizada y mercantilizada, los límites del arte parecen difuminarse. Con anterioridad hemos hablado de cómo el aura del arte se ve amenazada en la posmodernidad, lo que no implica, sin embargo, que no se haga arte en la actualidad. Nada más lejos de la realidad, la producción artística contemporánea es tan plural como difícil de diferenciar.
Si queremos discernir entre arte y, como es el caso, espectáculo, podemos hacerlo desde el lado cinematográfico, como hizo Roger Scruton, o a través de instalaciones como las de Damien Hirst, como hizo Cynthia Freeland.
Contemplación vs. Exhibición
Supongamos que hay un consenso sobre qué es el arte, porque incluso a los estudiosos les cuesta aclararse. Tanto, que resulta difícil dar una definición concreta. Aún así, hay cartas sobre la mesa con las que se puede jugar: el arte implica una experiencia estética concreta. Puede golpear al espectador como un misil, al igual que puede deleitarle y conmoverle, transportarle a otros lugares o tiempos y remover el punto más recóndito de su ser. El arte, de un modo u otro, remueve al espectador y le zarandea, haciéndole cómplice. El arte implica empatía con lo que se ve.
En el caso del espectáculo, un buen punto de partida es el que plantea Scruton. El espectáculo como algo cuya existencia depende de un espectador y que, segundo, crea emociones “de segunda mano”. El espectáculo también deleita y entretiene, pero la experiencia estética, si queremos decirlo así, no es “pura”.
Sin embargo, el arte también deleita y entretiene; uno puede salir de una obra de arte con la sensación de que lo ha pasado bien, de que dicha experiencia estética ha sido gozosa. Así como debe ser visto y, sobre todo, contemplado. Si bien la obra de arte sigue siéndolo haya alguien mirando o no, pues es una finalidad en sí misma. Acercarse a una obra de arte es un ejercicio de desnudar el ojo y lanzarse al mundo como por vez primera. Un ejercicio donde las sensaciones experimentadas quedan en segundo plano y cuyo foco principal está en la obra; su contenido. Al acercarse a una obra de arte, lo primordial no es el efecto, sino la causa.
Pone de ejemplo la película Fresas Salvajes (1957), del sueco Ingmar Bergman. No pasaremos a analizarla porque no procede, aunque sí toca mencionar su apreciación del filme como ejemplo de pura creación artística, en concreto, de verdadero arte cinematográfico. Planteando esto como la puesta de la técnica al entero servicio de la estética: antepone la causa al efecto.
Cosa contraria pasa con el espectáculo. El fin último es el entretenimiento del espectador, y da igual la vía para ello. También, en ese entretenimiento, hay un ejercicio de evasión distinto al que se hace en el arte: mientras la evasión artística es a otro sitio o a otro tiempo, la evasión en el espectáculo implica, sin más, la desconexión. El espectáculo no suscita una reflexión, ni un razonamiento. El espectador pasa por el espectáculo, pero el espectáculo no pasa por él.
Una frontera cada vez más difusa
Cuando se plantea la difuminación de los límites del arte y el espectáculo, un razonamiento recurrente es el que planteó Cynthia Freeland. Partió de la obra de Damien Hirst, que en los años noventa hizo una serie de instalaciones que incluían animales cortados y carne en putrefacción. Pero también de la obra de Andrés Serrano Piss Christ: una fotografía de 2’5x1m con una representación de Cristo, en cuya producción el artista usó su propia orina. Huelga decir que, en ambos casos, la polémica estuvo servida.
El artista, en la sociedad de masas, se ve en la necesidad de crear obras estridentes que golpean al espectador, con el fin de estar un tiempo en el foco mediático. Aquello plantea la cuestión de si, realmente, hay un componente artístico o el fin último es, simplemente, llamar la atención.
Así mismo, Freeland usa esos ejemplos para exponer cómo arte y belleza dejan de ir de la mano, sobre todo bajo pretextos que la teoría del arte lleva arrastrando años como son los kantianos. No así, después de las vanguardias, el divorcio de la belleza y el arte puede darse por consolidado.
La otra vertiente, y la más común y popularizada, es la que representa el “todo vale”. En la posmodernidad, subirse a un escenario y gritar cuatro mamarrachadas es popularmente catalogable como arte, incluso como algo subversivo. Nada más lejos de la realidad, hacer de todo espectáculo o manifestación arte no es más que un síntoma de la acusada prostitución del término.
La elevación a arte de cualquier espectáculo, por vulgar que sea, a la categoría artística es muestra de un infantilismo que, en busca constante de la contrahegemonía, su única estrategia es derrumbar lo conocido hasta que ni siquiera queden cenizas de las que reconstruir.
