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Eurovisión: no es musical, es político

Una ensalada de buenismo, corrección política y rostros amables para potencias que, una vez al año, tienen la oportunidad de blanquear sus desvergüenzas.

Netta, ganadora del Festival de Eurovisión 2018. Pedro Nunes / Reuters

Eurovisión nació en la década de los 50 como un festival para dar a conocer la música europea. Si bien en la actualidad dista de los orígenes en estilo y forma. La propia música ha evolucionado en estos 70 años, siendo a día de hoy un apéndice más de la producción industrial de usar y tirar, como comentábamos hace unos días en esta sección. Eurovisión no escapa a esta dinámica, en la que las semanas previas se viven con frenesí entre la comunidad de eurofans y son olvidadas al poco que acaba el concurso. Pero más interesante que el análisis formal del festival es el análisis del contenido.

El festival recoge en sus reglas la no politización del evento, ni de las delegaciones, ni el contenido de las canciones ni la puesta en escena. Se presenta como bastión de la diversidad, donde el colectivo LGBT tiene un peso específico considerable, y así es como se reconoce de manera internacional. Rascando la superficie se descubre sólo una variante más de lo que algunos hay llamado “gaypitalismo, o capitalismo rosa, y que, en realidad, todo el concurso es un enorme escaparate de ideología, a la vez que se vende como algo ajeno a la política. Es una ensalada de buenismo, corrección política y rostros amables para potencias que, una vez al año, tienen la oportunidad de blanquear sus desvergüenzas. Si miramos el concurso en los últimos años, entenderemos mejor de qué estamos hablando.

El festival en los últimos años

La gala del 2014 entró con fuerza; un personaje en vestido, tacones, melena al viento y frondosa barba subía al escenario. Austria presentaba a Conchita Wurst con su canción ‘Rise like a Phoenix’, ante el júbilo de los asistentes. Si la canción puede ser, melódicamente, algo que se puede esperar para este concurso, la puesta en escena lo era todo. Esta transgresión dejaba patente que la ganadora de Eurovisión tenía que ser una señora con barba, o un señor con melena y vestido, de manera indiscutible.

Al año siguiente, la canción ganadora venía de la mano de Suecia: un guiño a la unidad de los países europeos sin importar las fronteras, culturas o lenguas. Algo completamente demagógico para quien conozca cómo funciona Europa en función del país en el que nos movamos, o cómo es el imperialismo de la Unión Europea. Quizá lo que más impactó este año fue la participación de Australia como invitada de honor, que ha participado desde entonces. El concepto de festival europeo se hace extensible a otras democracias burguesas, y no se descarta una participación de EE. UU. en un futuro cercano.

En 2016 veríamos a Ucrania, tras año y medio de conflicto armado con Rusia, presentar un tema crítico con Stalin y la Unión Soviética. El tema, atendiendo simplemente a las bases del concurso, no debería haberse permitido, pero el paradigma anticomunista opera también aquí. Las delegaciones aplaudían ante este acto de propaganda sin miramientos y, a su vez, se hacía un guiño a la Rusia que había invadido territorios ucranianos hacía poco. Como es costumbre en el festival, al año siguiente se celebró en la sede del país ganador, dejándose a Rusia fuera del concurso por la persistente guerra territorial entre el bloque imperialista de la UE y el ruso.

Un salto de dos años nos lleva a Lisboa, donde la delegación israelí haría gala de una ausencia total de escrúpulos, como viene siendo costumbre a nivel internacional. Se presentaba Netta, juguete del sionismo, quien había sido miembro de las Fuerzas de Defensa de Israel. La temática de la canción es el culmen de la política identitaria y posmoderna, una apología del empoderamiento femenino, soflamas contra la gordofobia y el bullying. Llegados a este punto, qué más da que la cantante participe de una agresión imperialista y etnicista contra el pueblo palestino, si es sólo un concurso musical y, además, es defensora del feminismo.

Netta Barzilai (izquierda) en el coro de la Marina de Israel, 2014.

Es paradójico que los más férreos defensores del falso apoliticismo del festival sean los primeros en caer en las trampas de la parcialización y la corrección política. El efecto que se espera es precisamente este, el que observamos cuando un seguidor del festival asegura que es irrelevante que Israel bombardee al pueblo palestino, porque el concurso es musical y no político. Pocos eventos hay más políticos que este.

El festival es un altavoz para las corrientes políticas en boga a escala nacional e internacional. No es casualidad que los presentadores, año tras año, cumplan con las cuotas de diversidad exigidas por feministas, racializados y, ahora con más fuerza, la ideología queer. Eurovisión es una pizarra ideal donde venderse como adalides de la inclusividad –y la comunidad que sigue el festival da pie a esto– a la vez que se cometen los peores crímenes.

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