Hace una semana hablamos de Samantha Hudson como representante de la denominada cultura trash, pero no definimos dicho concepto.
La cultura trash nació en los años sesenta en forma de elementos aislados, aunque su consolidación se dio en las dos últimas décadas de la centuria. Este movimiento se caracteriza por el nihilismo, el resentimiento y la reivindicación de todo lo vulgar del ser humano en oposición a todo lo que denomina intelectual. Paradójicamente, ese “contraintelectualismo” es una posición intelectual.
Una cuestión de estética: lo vulgar mola
No es descabellado afirmar que convivimos en “armonía” con esta cultura. Tampoco extraña, tanto lo trash como lo kitsch —la escultura de Jeff Koons o el primer cine de Almodóvar—, comparten características como la estridencia de sus formas o, ante todo, el haber sido absorbidos por la cultura de masas.
Como hemos introducido antes, lo trash se basa en la reivindicación y exaltación de los vicios del hombre, de lo vulgar y “mundano” del ser. Tiene un claro afán por aquello que hegemónicamente se considera de mal gusto, soez y toda una lista de atributos peyorativos. Por el contrario, lo kitsch se aloja en la estética del buen gusto. Siendo breve: lo kitsch combina elementos que, por sí solos, son agradables y bellos; mientras, lo trash crea más basura de la basura.
Claro que estos son términos abstractos. Su materialización no se ve tanto en cartelería —reservada a redes sociales— o muebles, como hizo lo kitsch, sino en la ropa o el mundo del espectáculo. No hace mucho, esos mismos chándales por los que uno miraba por encima del hombro al cani o a la choni del barrio, llenaron las tiendas de ropa y los armarios de famosos e influencers. Y si hablamos de chándales, también de las riñoneras, chabacanas a menos que tengan el logo de una marca. Con ello, un aparato “teórico” que pretende bautizarlo como una reivindicación del pueblo, de lo obrero. Nada más lejos de la realidad, fue una moda, una estética que contribuyó a encasillar, aún más, la idea sobre el obrero como alguien sin clase y sin más visión que todo lo que es vulgar y cateto.
A ello se suma, también, el mundo de YouTube y los influencers. Personajes como Esty Quesada, más conocida como Soy una pringada, obtuvieron fama a base de derrochar vulgaridad y un constante reaccionarismo infantil ante lo establecido, sin aportar nada más. Si bien, con el tiempo han sido absorbidos por los medios hegemónicos, los mismos a los que criticaban. Aunque hoy podamos ver a esos personajes en televisión y en diversos programas y espectáculos, probablemente serán juguetes rotos recordados sólo por ser personas extravagantes que, tal y como llegaron, se fueron.
La trampa de lo trash
Lo trash, que se declara contracultural, juega con los mismos términos hegemónicos a los que supuestamente se opone. Es un movimiento vacío y estéril, cuyo papel en el mundo se basa en dar espectáculo y perpetuar todos los prejuicios que se tienen sobre la clase obrera.
Toma los estereotipos de la clase trabajadora y los convierte en una estética: la vulgaridad, la poca cultura o incluso el analfabetismo o la ausencia de clase al vestir. Cuando Pablo Iglesias se hizo adalid de la clase obrera por irrumpir en política vistiendo “de calle”, tanto él como los medios se reconocieron afirmando que un obrero no tiene clase, y que tampoco podía alcanzarla. Y más aún, el propio Iglesias —y su partido— se vio representando a su idea arquetípica y hegemónica de la clase trabajadora, no a la clase obrera real.
En ningún momento la cultura trash plantea una reflexión, como por qué un obrero no tiene el nivel cultural de alguien burgués, o simplemente de alguien con un robusto colchón económico. Y si no plantea una reflexión, difícilmente plantea un cambio.
La cultura trash se opone de manera frontal a la división entre “alta” y “baja” cultura. Entendiendo como baja cultura todo contenido audiovisual y literario reconocido como de poco nivel cultural, educativo y/o estético. Algo paradójico: en tanto se dedica a reivindicar todo lo “bajo”, no hace más que abrir y ahondar tal abismo. Más aún, la pretensión de reivindicar programas como Sálvame, Gran Hermano o La Isla de las Tentaciones como “cultura obrera” no es más que sumarse al estigma y el prejuicio para con la clase trabajadora.
Considerar esos elementos como propios de la clase obrera no es otra cosa que mirarla por encima del hombro, reconocerla como vulgar e inferior y, no sólo arrebatarle cualquier posibilidad de ascenso cultural, sino ponerle la zancadilla ante cualquier tentativa de hacerlo.
