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Opinión

La trampa del teletrabajo

La frontera entre el hogar y el cubículo se difumina. El entorno doméstico, último bastión donde el trabajador puede sentirse liberado del trabajo, tomado al asalto por la voracidad del capitalismo.

La pandemia como pretexto

La crisis del COVID es resultado de la nefasta gestión a la que el capitalismo nos tiene acostumbrados. Sus gestores, en la forma del Gobierno, y los propietarios del capital se dan la mano para exprimir de nuevo a la clase trabajadora. Esto sucede en cada crisis, inevitables en este modo de producción.

Pero en el caso de la pandemia, se han evidenciado carencias estructurales fundamentales, y han florecido otras nuevas que, si ya se venían gestando desde antes, han experimentado en la crisis actual una explosión frenética: es el caso de la farsa del teletrabajo.

Los administradores del capital, los ministros y otros políticos, han abonado la contradicción capital-trabajo con tres fórmulas favorables para el capitalista, e irrelevantes, cuando no desfavorables, para el trabajador. La primera, el infame ERTE, supone el pago de los salarios por parte del Estado; es decir, que la cotización de todos los contribuyentes vaya a salvar los beneficios de un puñado de empresarios. La segunda, el despido y el paro masivo. Esta es tan antigua como el propio modo de producción, engordando las filas del ejército laboral de reserva. La tercera, el trabajo a distancia, que sin duda ha visto su normalización en el último año.

La trampa del teletrabajo

¿Por qué es el teletrabajo una trampa en favor del empresario? Aquí entramos en la paradójica fórmula en la que el trabajador pone de su bolsillo medios con los que trabajar, para beneficio único del capitalista. Cuando trabajamos, todo el producto de nuestro trabajo se lo queda el capitalista, recibiendo el trabajador sólo una pequeña porción del valor producido (el salario). Otra porción, necesariamente, va a cubrir los gastos de los medios de producción. Pero al realizar estas tareas desde casa, el empresario se ahorra una parte proporcional a medios de producción. Cuando trabajas desde casa, tú pones el internet, la luz, el escritorio y te desprendes de tu privacidad.

Sería razonable recibir una compensación económica por parte de la empresa: copago de la factura de la luz, del servicio de internet, de los medios físicos con los que trabajar, o incluso que la empresa provea de dichos medios. En su lugar, lo que vemos es que los salarios se mantienen o menguan, mientras los voceros del capital se dedican a explicar cómo tienes que organizar tu casa al gusto de tu jefe, por supuesto, pagado de tu bolsillo. Mientras, el precio de la luz se dispara, coincidiendo los tramos más caros con el horario laboral habitual. Trabajar desde casa, de tu bolsillo, y pagando más.

El problema se agrava cuando estudiamos los efectos del teletrabajo en materia del derecho laboral y de los efectos sobre la salud mental del trabajador. Respecto a lo primero, resulta difícil asegurar que se cumplen convenios cuando el hogar se convierte en el propio centro de trabajo. Convenios que, dicho sea de paso, en ocasiones contemplan dietas y transportes cubiertos por la empresa; algo que queda prácticamente obsoleto al teletrabajar. Pensemos en la autoridad de la ITSS cuando no existe un centro de trabajo común a la plantilla, y cada trabajador tiene una disposición esencialmente diferente.

El jefe en casa

En relación a los efectos psicológicos del teletrabajo, para quien haya trabajado desde casa no será inusual recibir llamadas telefónicas a deshora, mientras se observa cómo las barreras entre tu dormitorio y tu cubículo se difuminan. Generalmente, no se pone un límite estricto para cuántas veces puedes ir al servicio en casa, ni cuándo vas a parar para comer, o cuándo tu hijo va a irrumpir en la habitación porque se encuentra mal.

Y si lo personal puede inmiscuirse de forma indiscriminada en lo laboral, nada impide a jefes, supervisores y clientes hacer uso de la misma táctica. Los mensajes por Whatsapp, las llamadas y los correos in extremis son el pan de cada día. La coexistencia de dormitorio y oficina en el mismo espacio invitan a trabajar a deshoras para terminar tareas, a llevar un descontrol horario y a no saber cuándo parar.

Lo que se vende como flexibilidad no es más que el martilleo constante de lo productivo sobre la vida privada. Ante semejante caos organizativo, cualquier hora es buena para comer –cosa de la cual se aprovechan los modelos de delivery– y cualquier momento es válido para «una modificación rápida» en tal o cual informe. Los festivos y vacaciones se disuelven en la monotonía de la jornada laboral, intercambiando periodos de ocio con periodos de teletrabajo.

El entorno doméstico, último bastión donde el trabajador puede sentirse liberado del trabajo, tomado al asalto por la voracidad del capitalismo. Porque, «ya que estás, podrías también revisar esto último que te he mandado al correo».

Producir más por menos

Es un modelo más propenso a afectar a los llamados trabajadores de cuello blanco, personal que trabaja en el servicio no de cara al público –o al final de una línea telefónica–, personal administrativo, redactores, márquetin y ventas, etc. Esto es así por la facilidad de adaptar el domicilio al gusto del empresario, por los pocos medios de producción que se necesitan para desempeñar estas labores.

Es una suerte de deslocalización, una dispersión del centro de trabajo hacia zonas más rentables, descentralizadas, donde el propio trabajador corre con parte de los costes de producción, y la atomización de la clase obrera alcanza nuevos niveles.

El trabajador acaba orientando su propiedad personal a servir de propiedad privada para la clase burguesa en su conjunto. Los empresarios como clase no han renunciado a los medios de producción, pues saben que el trabajador necesita alquilar su fuerza de trabajo, ofrecer sus servicios y poner en manos de éstos el fruto de su trabajo. La retribución, en forma de salario, tiene que venir de la mano de uno u otro capitalista, aunque los lazos legales del contrato le vinculen a uno en concreto de forma puntual.

Así, en un mercado donde el trabajador sólo puede usar de forma efectiva el dinero para adquirir los bienes de consumo, está obligado a alquilarle su fuerza de trabajo al empresario, pese a estar él en posesión de los pocos medios necesarios para generar valor. El trabajador de oficina se convierte en una suerte de falso autónomo, como los riders, un paso más de lo que ahora está de moda llamar «economía uberizada».

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