En la primavera de las identidades que hace personal lo político y político lo personal, se puede hacer de cualquier afición, atributo físico o trastorno, una ideología. Esta explosión de movimientos particularistas no podía tardar en volverse contra sí misma. Hace décadas que se crían cuervos, y estos se están sacando los ojos unos a otros.
En el delicado equilibrio de nuestra sociedad, los dueños y representantes del capital presentan sus particulares caballos ganadores, que varían entre temporadas dependiendo del rédito económico y político que se pueda extraer de ellos.
Son así creados o fagocitados por el sistema movimientos que se convierten en punta de lanza de la movilización vacía y del cambio de todo para que nada cambie. Y cuando aparece un nuevo caballo ganador, lo que antes era incuestionable y bastión del “progreso” se convierte en una muñeca rota.
Esto le ha sucedido al feminismo radical. La actual apuesta por la teoría queer dentro de la izquierda, y no solo de la izquierda, ha desplazado por completo al feminismo que hasta hace dos días se revestía de sentido común y que podía, al menos en superficie, poner en valor la cuestión femenina. El Ministerio de Igualdad hoy tiene otros asuntos entre manos.
Hoy nada de eso vale, y las feministas radicales no iban a ser las únicas víctimas. Hace ya mucho tiempo que hablar de clase trabajadora es tabú, incluso para aquellos que se dicen abanderados de las causas de los oprimidos y se olvidan de que la inmensa mayoría de mujeres y personas LGTB son trabajadores, y que es esta la opresión que sufren de manera más acusada, constante e ineludible.
Predicar odio
La doctrina queer, que se plantea prácticamente como una homilía, que se nutre de feligreses y no de seguidores, está carcomiendo la poca estructura de amparo que podía esperarse en el Estado burgués para las mujeres, los homosexuales y los bisexuales. La Ley Trans del Ministerio del Interior es sólo un ejemplo de ello, de cómo devolver a los gays a los armarios y a la mujer a la otredad.
Tener una orientación sexual determinada y no estar dispuesto a ceder es hoy transfobia. Ser mujer y estar embarazada o menstruar es transfobia. Así rezan el nuevo Credo, y aquel que no se acoge a él debe ser señalado y desplazado, con los mecanismos de la tan de moda cultura de la cancelación.
Esto no sucede sólo en espacios como Gen Playz, sino que se produce en universidades y otras instituciones públicas y en las calles, pero sobre todo en redes sociales, espacio estrella para la cancelación.
Consignas que piden la abolición de la prostitución, que reivindican el sexo como algo biológico y científicamente respaldado, o que se oponen a las relaciones sexuales con alguien que no nos atrae físicamente son tildadas de incitar al odio, y estos activistas con odio proceden a enfrentarlas hasta silenciarlas.
Pero no contentos con el desplazamiento político, los adalides de la diversidad han hecho del discurso inclusivo motivo de exclusión, paradójicamente mientras llaman excluyentes a los demás. La demonización de la perspectiva materialista y científica de las cosas y el profundo desprecio que se muestra en ocasiones por mujeres y por homosexuales no ha tardado en volverse violencia.
Del dicho al hecho
Los llamamientos a la violencia, que quedan en su mayoría impunes o son tibiamente condenados, contra quienes se muestran disidentes de las nuevas teorías del género sentido, se terminan por materializar. De acudir a un plató de televisión exhibiendo un lema que reza “matar a las terf” a intentar agredir a radfems por toda España. Este llamamiento a la violencia se ha normalizado y se secunda con cada vez más frecuencia.
Esto se ha producido ya contra Laura Strego y otras feministas en Murcia, pero no es el único caso hasta la fecha ni será el último. El 8M del 2020 dejó amargas imágenes por parte de los supuestos seres de luz de la diversidad y lo inclusivo. La abolición de la prostitución no es una reclamación aceptable para estos grupos que, dicen, luchan por todas las mujeres, pero que flaquean a la hora de definir qué es una mujer.
Lemas como “muerte a las radfem”, “ninguna abolicionista con cabeza” o “abolicionista, estás en nuestra lista” se suman al “matar a las terf” y a las amenazas directas, en una alianza que no debería sorprender a nadie entre grupos que odian a las mujeres por diversos motivos, especialmente si son mujeres de clase trabajadora.
De las oleadas de odio no se escapan ni siquiera las personas que actualmente están detransicionando o han detransicionado y se muestran críticas con las teorías del género. El silencio y la discriminación a los que se enfrentan estas personas es, si cabe, mayor, pues son las vivas pruebas de la sinrazón de una teoría idealista y reaccionaria.
Vuelta a la realidad
Mientras transactivistas, feministas, activistas racializados y tantos otros grupos particularistas luchan entre sí, los dueños del sistema sonríen. El denominador común de nuestros vecinos activistas de distintas causas parciales queda totalmente disuelto en un mar de identidades. La clase trabajadora no existe en el imaginario público, y esto es una victoria incontestable del capitalismo.
Hace falta volver a la realidad, despertar a nuestro día a día y comprender que la contradicción principal del actual modelo productivo es entre capital y trabajo, no entre heterosexuales y no heterosexuales, hombres y mujeres, personas cis o trans. Ayer fue el racismo, hoy es la teoría queer, pero mañana será otro nuevo juguete bonito del sistema para distraernos de la contradicción principal.
Como Saturno devora a su hijo, el sistema engulle los movimientos que alguna vez creó o utilizó para mantener todo como estaba en busca de una herramienta de alienación más eficaz. Es necesario denunciar estas teorías y movimientos como lo que son: útiles al sistema para fomentar la atomización de la sociedad y para imposibilitar la unidad de la clase trabajadora.